1977. Un avión comercial despega de Moscú con rumbo a
occidente. Entre el pasaje viaja un matrimonio de cierta edad y aspecto
convencional: son Morris Childs y su esposa Eva. Nadie más en el avión podría
sospecharlo, pero durante las últimas décadas han actuado como agentes de la
inteligencia norteamericana, obteniendo valiosa información del Kremlin y
transmitiéndola directamente a Washington. En cada uno de sus numerosísimos
viajes a Rusia se han jugado literalmente la vida: si los soviéticos hubiesen sospechado
los Childs eran espías, el matrimonio hubiese terminado ante el paredón. Como
les había ocurrido años atrás a otro matrimonio, los Rosenberg, que fueron
ejecutados en la silla eléctrica cuando el gobierno norteamericano descubrió
que estaban pasando información secreta al gobierno soviético. La profesión de
espía es muy arriesgada durante la Guerra Fría: ninguno de los dos bandos
perdona a los agentes dobles. Cuando el avión despega, Morris y Eva se cogen de
la mano con alivio: una vez más, han salido indemnes y regresan sanos y salvos
a casa. Es su septuagésimo séptima misión con éxito en la URSS.
Pero el avión aún no ha abandonado territorio soviético
cuando, sin previo aviso, se ladea y efectúa un giro extraño: parece una
maniobra para que el vuelo ponga de nuevo rumbo hacia Moscú. Los pasajeros,
lógicamente, están preocupados y comienzan a interrogar a las azafatas: ¿hay
algún problema técnico? ¿Ha surgido una avería? La tripulación del avión
responde que no, que no hay ninguna avería. Y entonces —siguen preguntando los
pasajeros— ¿por qué ha dado media vuelta el aparato? Las azafatas no saben qué
responder. Para tranquilizar a la gente, el piloto anuncia a través de la
megafonía de la cabina que efectivamente no hay avería ninguna, que el avión
está regresando a Moscú porque así lo han exigido las más altas autoridades… y
que dichas autoridades no han dado más explicaciones. El avión tiene que dar la
vuelta y ha de volver a tomar tierra en Moscú porque así ha sido ordenado
“desde arriba”. Eso es todo.
Morris y Eva Childs intercambian una mirada de terror; sólo
ellos pueden imaginar por qué se está obligando a regresar el aparato. Sólo
ellos saben que son el motivo de que el avión dé media vuelta. Sólo ellos saben
que son espías, y que no puede haber más que una explicación para semejante
maniobra: los rusos les han descubierto. Vuelven a agarrarse de la mano, esta
vez con más fuerza, mientras el avión enfila el morro hacia Moscú.
El Partido Comunista de los Estados Unidos de América
Morris Childs nació en 1902 con el nombre de Moisés
Chilovski, en el seno de una familia judía de lo que todavía era el Imperio
Ruso, y allí en Rusia vivió sus primeros años. Josef Chilokvsi, el padre de
familia, era un activo opositor al régimen de Nicolás II, bajo el cual una gran
parte de la población del imperio vivía en condiciones de miseria, sufriendo
además la dura opresión política de la policía zarista. Josef Chilovski ctuaba en
un grupo político subversivo y estuvo implicado en la fallida revolución de
1905, tras la cual fue detenido y enviado a una cárcel de Siberia.
Milagrosamente, consiguió escapar de su encierro, embarcando para atravesar el
Mar Negro, y huyó a los Estados Unidos. Se estableció en Chicago y estuvo
desempeñando empleos modestos hasta que pudo juntar suficiente dinero como para
que su esposa y sus hijos se reuniesen con él. En 1911, el resto de la familia
Chilovski viajó a América a bordo de uno de los muchos barcos que llegaban
repletos de inmigrantes europeos. Una vez reunida toda la familia,
“americanizaron” sus nombres y apellidos, adoptando el apellido Childs. Morris,
el protagonista de esta historia, tenía nueve años por entonces.
Cuando Morris y su hermano pequeño Jack eran todavía
adolescentes, el estallido de la Revolución comunista de 1917 causó una oleada
de alegría y esperanza en su hogar. Sus padres seguían cada noticia que llegaba
desde Rusia con ansiedad, suspirando por la caída de un régimen zarista que
mantenía el país en condiciones prácticamente medievales. Finalmente, la
Revolución triunfó, el zar fue ejecutado y se estableció un régimen Bolchevique
que prometía condiciones más justas e igualitarias para el sufrido pueblo ruso.
El Imperio Ruso inició una transformación que en los años sucesivos daría lugar
al nacimiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. La familia
Childs, como muchos otros rusos en el exilio, soñaba con que el nuevo sistema
haría entrar Rusia en la edad moderna, creando el paraíso obrero prometido por
los bolcheviques.
El hijo mayor, Morris Childs, siguió todos estos
acontecimientos mientras crecía, heredando una profunda simpatía por el
comunismo. Al alcanzar la mayoría de edad se inscribió en un sindicato, entre
otras cosas para encontrar trabajo más fácilmente. Gracias a sus actividades
sindicales entró en contacto con miembros del recién fundado Partido Comunista
de los Estados Unidos, elCPUSA. Al poco tiempo entró a formar parte de sus
filas.
Aunque el comunismo nunca obtuvo un seguimiento mayoritario
en EEUU, donde siempre había primado la iniciativa individual sobre la
consciencia de clase, durante los años 20 fue un movimiento apreciado o al
menos visto con ciertas simpatías por no pocos trabajadores estadounidenses. El
sistema capitalista propiciaba notables injusticias sociales y sangrantes
diferencias entre clases: algunos individuos amasaban fortunas con suma
facilidad mientras otros trabajaban sin descanso pero apenas obtenían recursos
para sobrevivir en condiciones modestas, a menudo bordeando la miseria. En las
grandes ciudades industriales, sobre todo, existían considerables bolsas de
pobreza que contrastaban dolorosamente con los cada vez más imponentes
rascacielos y la creciente opulencia de los barrios financieros
estadounidenses. Las promesas de un paraíso obrero, que era lo que el nuevo
sistema soviético decía estar dispuesto a crear, no caían en saco roto para
ciertos proletarios norteamericanos.
Los hermanos Morris y Jack Childs se convirtieron pronto en
activistas políticos entusiastas y su dedicación les hizo ascender rápidamente
en el CPUSA. Nacidos en Rusia y teniendo el ruso como lengua materna, resultó
natural que se convirtiesen en los enlaces del partido con la URSS. Los
hermanos viajaron en varias ocasiones a Rusia para estudiar la doctrina
comunista in situ, poniéndose bajo la tutela del Comintern, órgano encargado de
coordinar movimientos comunistas en todo el mundo. Durante aquellos viajes
estudiaron en la principal academia ideológica de la URSS, la Escuela
Internacional Lenin. El fervor ideológico entre la juventud rusa era
considerable, se vivían tiempos de cambios y los hermanos Childs se contagiaron
de todo ese entusiasmo en la academia. Allí trabaron estrecha amistad con
algunos estudiantes que en el futuro se convertirían en funcionarios clave del
sistema soviético. Una de las relaciones clave de Morris fue Mikhail Suslov,
con quien mantendría una estrecha amistad de por vida. Suslov, con el tiempo,
se convertiría en un miembro de primera fila de la élite comunista, cumpliendo
un importante papel en la política exterior soviética bajo los mandatos
deStalin, Krushev y Breznev.
Mientras en la URSS el nuevo sistema trataba de establecerse
y organizarse, el crack bursátil de 1929 hizo que las economías occidentales se
viniesen abajo. La debacle financiera acentúo las desigualdades en la sociedad
norteamericana. Las colas formadas ante comedores de caridad se convirtieron en
una imagen habitual, que ejemplificaba a la perfección los males intrínsecos
del sistema capitalista de los años 20. La miseria y la desesperación se
cebaron con cientos de miles de familias norteamericanas, destruyendo proyectos
vitales y arruinando familias enteras. Aunque la crisis tuvo efectos todavía
peores en Europa, donde varios países se vinieron literalmente abajo. Ante la
nueva situación de la clase obrera estadounidense, Morris Childs y su hermano
redoblaron sus esfuerzos en pro de la propagación del comunismo, y el esfuerzo
no quedó sin recompensa. Se convirtieron, respectivamente, en tesorero del
CPUSA y en director de su principal órgano de propaganda, el periódico The
Daily Worker. Además, a través de los hermanos Childs, el CPUSA recibía apoyo
económico de la URSS a cambio de trabajar directamente bajo las indicaciones
del Comintern.
Morris Childs, además, actuaba como informador para los
soviéticos, proporcionando informes de todo lo que ocurría en los Estados
Unidos y entre los círculos obreros estadounidenses. Se convirtió en un
personaje de confianza para la inteligencia soviética y pasó a ser considerado
como el más leal de los acólitos del comunismo estadounidense.
Aparece el FBI
La inestabilidad política en Europa y el estallido de la
Segunda Guerra Mundial interrumpieron los viajes de los hermanos a la URSS.
Durante la guerra, el movimiento comunista americano no sufrió demasiado acoso
policial, aunque el director de la policía federal, el infame J. Edgar Hoover,
era un convencido anticomunista. Lógicamente, había también norteamericanos que
habían empezado a percibir la aparición de una potencia comunista como una
amenaza para el estilo de vida occidental. Pero en tiempos de guerra la URSS se
convirtió en un inesperado aliado temporal, siendo Hitler y Japón los enemigos
directos de la nación. Para los Estados Unidos era fundamental que la URSS
resistiese la invasión alemana y apoyaron al régimen comunista con préstamos y
materiales. Todo ello hizo que la vigilancia sobre los grupos comunistas
estadounidenses fuese aplazada. Además, elFBI ya tenía bastante trabajo
intentando localizar posibles agentes enemigos infiltrados entre las bolsas de
inmigración alemana, italiana y japonesa.
Pero el fin de la contienda marcó el rápido inicio de la
Guerra Fría. La alianza de circunstancias entre EEUU y la URSS terminó
súbitamente; ahora eran dos potencias que competían por el dominio mundial y
que difícilmente podrían llegar a un acuerdo debido a lo incompatible de sus
sistemas políticos y económicos. Sólo la proliferación de armamento atómico
impidió que ambos países se declarasen una guerra abierta, la cual hubiese
conducido a un holocausto nuclear. Aun sí, ambas potencias no sólo jugaron sus
bazas bélicas de manera indirecta apoyando a bandos rivales en diversos
conflictos locales a lo largo del globo, sino que comenzó otra feroz guerra: la
del espionaje. En 1947 nació la CIA, una de cuyas principales labores sería
intentar obtener información interna del bando soviético.
Entretanto, Morris y Jack Childs reanudaron sus viajes a la
URSS, pero lo que vieron tuvo efectos demoledores sobre su fe en el comunismo,
especialmente en Jack. Se encontraron un país en el que no solamente no habían
mejorado las condiciones de vida del pueblo, sino que la represión y el terror
bajo la dictadura de Stalin eran incluso peores que lo vivido en la época
zarista. Las promesas de un paraíso obrero se habían desvanecido y el sistema
soviético se había transformado en un infierno totalitario cuya cruel
maquinaria aplastaba a la gente común. Aunque el país había avanzado tecnológica
e industrialmente, el progreso había sido logrado a sangre y fuego, sin que a
Stalin le importase cuántas vidas había que destruir en el proceso. Jack Childs
volvió horrorizado a los Estados Unidos y, súbitamente convencido de que el
comunismo no podía terminar bien y que realmente era una amenaza, se planteó
abandonar el CPUSA. Justo entonces contactó con él un agente del FBI, quien
—probablemente detectando su descontento—le propuso trabajar para la policía.
El agente federal le recomendó seguir manteniendo su puesto en el CPUSA para
poder informar al FBI de las actividades del partido y de los contactos del
partido con la Unión Soviética. Jack Childs aceptó actuar como informante, pero
le dio al agente federal un buen consejo: si querían un buen infiltrado en el
PCUSA, alguien que estuviese bien relacionado con la cúpula comunista
soviética, debían hablar con su hermano Morris.
Por entonces, también Morris Childs se había desencantado
son el comunismo. Además de la debacle de la fallida utopía soviética, estaba
descontento con el funcionamiento del PCUSA. Para colmo, la sobrecarga de
trabajo le produjo un grave ataque al corazón. El FBI, viendo la oportunidad
perfecta para captarlo, ofreció pagarle un tratamiento médico en la prestigiosa
clínica Mayo. Una vez recuperado de su enfermedad, Morris Childs también aceptó
seguir con su puesto en el CPUSA pero ejerciendo como informante para la
policía. El director del FBI, Hoover, se frotó las manos cuando supo que Childs
tenía buenos contactos en la cúpula soviética. Le animó a desempeñar una
misión de espionaje internacional, viajando a Rusia como había hecho siempre,
para recopilar información y trasladar sus impresiones sobre lo que se cocía en
la URSS. Aunque el espionaje exterior era competencia de la CIA y no del FBI,
el ambicioso Hoover no quiso dejar pasar la oportunidad de apuntarse un tanto
ante Washington. Así nació la Operación Solo, con la que los estadounidenses
terminarían introduciendo un espía nada menos que en lo más profundo de los
pasillos del Kremlin.
La Operación Solo
Cuando Morris Childs volvió a viajar a la URSS fue recibido
con la cordialidad de costumbre, como el entrañable “amigo americano” al que
todos conocían desde los años veinte. Era uno de los comunistas con más solera
y prestigio más allá del Telón de Acero, y varios de sus antiguos amigos
formaban ahora parte del gobierno y sus aledaños. Morris Childs gozaba de la
confianza de las altas esferas y pudo moverse con facilidad por el Kremlin. En
su nuevo papel como agente doble fue lo bastante astuto como para no delatarse
haciendo preguntas indiscretas o husmeando donde no debía. Se limitaba a
escuchar comentarios, rumores y opiniones, sin forzar jamás una conversación ni
intentar conducir a nadie a revelarle nada que no se le quisiera revelar. Sabía
que se había convertido en una cara familiar en el Kremlin y buena parte del
personal no tenía inconvenientes en hablar de diversos asuntos delante de él.
Especialmente algunos mandos militares, que no le conocían muy bien: sólo sabían
que era el representante del CPUSA americano e ignoraban que Morris Childs
había nacido en Rusia y hablaba perfectamente el idioma, así que comentaban
asuntos de alto nivel pensando que el “amigo americano” no les entendía. Childs
memorizaba todo cuanto oía, y al regresar a EEUU lo comunicaba directamente al
director de su misión, quien le pasaba un informe a Hoover.
La primera vez que Hoover envió a la Casa Blanca un dossier
conteniendo supuesta información de la cúpula soviética, obtenida por un
misterioso agente a quien sólo se nombraba mediante un código (CG 5824-S),
nadie lo tomó en serio. Conociendo las ansias de protagonismo del director del
FBI, en Washington pensaron que Hoover estaba simplemente intentando llamar la
atención: ¿cómo iba el FBI a tener medios suficifientes para infiltrar a un
agente nada menos que entre la flor y nata del Kremlin, algo que resultaba
difícil, o imposible, hasta para la propia CIA?
Pero cuando los acontecimientos en la URSS confirmaron que
los informes de Hoover eran exactos, cundió el asombro en el Gobierno
norteamericano. Durante años, varios presidentes de los Estados Unidos
presionaron al director del FBI para que les dijese quién era ese misterioso CG
5824-S, pero Hoover se negaba rotundamente a revelar el nombre, afirmando que
el absoluto secreto era fundamental en la Operación Solo. Si se producía
cualquier filtración, el agente CG 5824-S sería asesinado por ejecutores soviéticos
en suelo ruso, en suelo americano, o en cualquier otra parte del mundo.
También los mandamases de la CIA, considerando que el FBI
les estaba pisando terreno y robándoles atribuciones, presionaron para
averiguar quién era el misterioso agente. La CIA se empeñaba en dirigir la
operación, pero J. Edgar Hoover seguía cerrado en banda protegiendo la
identidad de su agente y ya de paso garantizando que la exitosa operación
seguiría directamente bajo su único mando. Durante toda la larga carrera como
agente doble de Morris Childs, sólo cuatro personas en los EEUU conocían la
identidad del agente: el propio Morris Childs, J. Edgar Hoover, otro agente que
coordinaba la misión bajo el mando directo de Hoover, y la esposa de Morris,
Eva Childs, a quien sólo se informó de la verdadera profesión de Morris una vez
hubo contraído matrimonio. Ella, por cierto, no sólo aceptó la condición de
espía de su nuevo marido sino que accedió a acompañarle en sus viajes a la
URSS, para ayudarle a desprender un aura de familiaridad que ayudase a disipar
sospechas: ¿quién esperaba que un espía de alto nivel partiese a sus
peligrosísimas misiones con su esposa? Viajando con su mujer, Morris Childs
parecía aún más inofensivo.
Ciertamente, Morris Childs no se parecía demasiado a los
espías de película como James Bond. Su tarea era muy peligrosa, pero discreta.
La apariencia de normalidad era su mejor defensa: cualquier paso en falso podía
delatarle, así que actuaba con suma prudencia e intentaba comportarse siempre
con la máxima naturalidad. Precisamente gracias a esa prudencia su estatus como
hombre de confianza en el Kremlin fue creciendo considerablemente, hasta el
punto de que entabló relaciones personales con varios presidentes soviéticos e
incluso en una ocasión se le invitó a ejercer como encargado de las actas en
una de las importantísimas reuniones del Comité Central del Partido Comunista.
Los soviéticos le demostraban así su respeto, en un gesto de camaradería hacia
uno de los más veteranos, comprometidos y respetados comunistas de ociddente.
Morris Childs, el agente CG 5824-S, iba a poder escuchar y leer todo cuanto se
dijera en la más alta cúpula del sistema soviético.
“Por si acaso”
Un buen día, justo antes de unos de sus numerosos viajes a
la URSS, Morris Childs estaba haciendo la maleta y la llenaba de toda clase de
cosas. Era ayudado por el agente del FBI que coordinaba su misión, quien le
preguntó a qué venía viajar con todo aquello. La respuesta de Childs fue
simplemente: “Just in case” (“Por si acaso”). En adelante, aquel pasó a ser su
apodo entre ellos.
Ni que decir tiene que cuando estaba en la URSS no podía
comunicarse directamente con el FBI: cualquier llamada telefónica o cualquier
carta firmada con su nombre despertaría todo tipo de sospechas en Rusia.
Además, no había que ser muy listo para entender que sus comunicaciones, aun
cuando era un elemento de confianza, estarían bajo vigilancia. La única forma
segura en que podía enviar un mensaje era a través de una postal turística, que
podía comprar en cualquier sitio y enviar sin llamar la atención, simplemente
poniendo un sello y metiéndola en el buzón. Aunque eso sí, no podría firmar las
postales con su verdadero nombre por motivos obvios, e intentar utilizar un
código en el texto hubiese sido una temeridad. La inteligencia de la época ya
prestaba mucha atención a las frases susceptibles de contener información en
clave. Así que Childs redactaba unas líneas perfectamente inocuas, sin código
ni clave alguna, y firmaba las postales con su nuevo apodo: aquello le servía para
comunicar al FBI si su situación era buena o si se consideraba en peligro. Si
todo iba bien y no se sentía amenazado, firmaba las postales como “Justin
Case”. Si por el contrario alguna vez sospechaba que podría estar corriendo
riesgos, firmaría como “Justin N. Case”. Aquella era la única manera en que sus
superiores en Estados Unidos podían conocer su estado sin que se causaran
suspicacias.
El riesgo al que Morris Childs estaba sometido era
considerable. Cualquier desliz podía ponerle en evidencia. Cuando acudió para
hacerse cargo de las actas del Comité Central, un accidente estuvo a punto de
hacer que le descubrieran. Mientras estaba en un despacho del Kremlin manejando
las pesadas carpetas de las actas que se le habían encomendado, una de ellas
cayó sobre su mano, fracturándole la falange de un dedo. Varios funcionarios le
vieron con el dedo destrozado, sangrando profusamente, y se llamó a un equipo
médico para que acudiese urgentemente al Kremlin. Los médicos dijeron que
tenían que operarle in situ si no quería perder el dedo, pero cuando Morris
Childs les vio sacar la inyección con la anestesia local, le entró el pánico.
En aquellos tiempos se pensaba que una anestesia local podía tener efectos
indeseados, como por ejemplo actuar como “suero de la verdad”. Childs creyó que
si le anestesiaban podría terminar diciendo algo que despertara sospechas, así
que se negó a ser anestesiado e insistió en que se le operase en carne viva.
Ante la extrañeza de los médicos, asombrados por su tozudez, se dejó operar el
dedo sin dormirlo antes, aguantando el dolor como pudo.
Cuando aquella extraña historia se supo en la cúpula
comunista, obviamente llamó mucho la atención… ¿quién demonios insistiría en
ser operado sin anestesia? Los ruscos no eran tontos y resultaba obvio que el
motivo era pretender guardar algún secreto. Pero, por suerte para Childs, los
mandamases soviéticos interpretaron el asunto al revés. Convencidos de la
fidelidad de su amigo americano, pensaron que se había negado a ser anestesiado
para no hablar ante los médicos —que eran personal ajeno al Kremlin—de las
conversaciones de alto nivel que habían tenido lugar en la asamblea, o del
contenido mismo de las actas. Morris no solamente no fue descubierto, sino que
se le honró como un héroe por haberse dejado operar sin anestesia con tal de
proteger los secretos del Estado. Increíble.
Pero esta clase de situaciones peliagudas, que podían surgir
en cualquier momento, ponían de manifiesto el altísimo nivel de riesgo de sus
operaciones de espionaje. Un accidente, una enfermedad repentina, un desliz
cualquiera, podrían terminar delatándole. Morris Childs estaba proporcionando
la información de más alto nivel que los norteamericanos obtenían de la URSS,
así que su margen de error era muy escaso. Sin embargo, la peculiaridad de su
misión —trabajar para el FBI y no para los canales habituales de inteligencia
de la CIA, con la que no tenía contacto alguno—le permitió seguir con su labor
durante décadas sin que la inteligencia soviética lo detectase.
El escándalo Cointelpro y el fin de la Operación Solo
Aunque el espionaje exterior ni era su cometido ni entraba
en sus atribuciones, al director del FBI se le permitió mantener la Operación
Solo en funcionamiento porque producía muy buenos resultados. La Casa Blanca siempre
prefirió no arriesgar la misión y por eso nunca cedió ante la CIA, empeñada en
que aquello era un intolerable intrusismo institucional por parte de los
agentes federales. Los sucesivos presidentes norteamericanos tenían a un hombre
en el Kremlin y ni siquiera ellos sabían de quién se trataba, pero les constaba
que sus informaciones eran siempre buenas así que no dejaron que la CIA se
inmiscuyese.
Pero J. Edgar Hoover se aficionó a esto del espionaje, así
como al hecho de trabajar a espaldas de Washington, y la tentación de usar
métodos irregulares pudo más que la sensatez. A principios de los 60 usó sus
fondos reservados para crear una división secreta dentro del FBI, llamada
Cointelpro. Se trataba de un grupo ultrasecreto de agentes, de cuya existencia
y funciones no se informó ni al Presidente ni al Congreso. Espiaban a todo
aquel que Hoover considerase sospechoso, especialmente grupos políticos de
extrema izquierda y de extrema derecha. Los hombres de Cointelpro empezaron a
usar tácticas de espionaje contra sus propios conciudadanos, así como métodos
sucios típicos de la contrainteligencia: escuchas y registros sin autorización
judicial, detenciones ilegales, robos, chantajes, amenazas, falsificaciones,
etc. etc. Todo sin supervisión ni conocimiento de tribunal alguno, y sin el
respaldo de la ley. Cointelpro era básicamente una policía política ilegal, los
métodos empleados eran anticonstitucionales y fueron víctimas de sus tácticas
multitud de personas inocentes cuyo único delito era tener una ideología que no
gustaba a Hoover. Las oscuras andanzas de Cointelpro se prolongaron durante
toda la década de los sesenta.
Un asunto semejante tenía que saltar a la palestra tarde o
temprano. A principios de los 70 se produjo el escándalo. Algunas de las víctimas
de Cointelpro —miembros de una inofensiva asociación de izquierdas— lograron
filtrar documentación comprometedora a la prensa, que demostraba las tácticas
sucias del FBI. Las actividades ilegales de Cointelpro saltaron a la primera
página de los periódicos y el Congreso creó una comisión de investigación,
cuyos miembros obligaron al FBI a entregar todos sus papeles sobre operaciones
secretas. Hoover estaba en un aprieto. Morris Childs también.
Uno de los congresistas encontró un dossier que hablaba de una
misteriosa Operación Solo y de un tal agente CG 5824-S. El congresista exigió
saber de qué trataba aquello y pidió al FBI que aclarase públicamente el
asunto. El mayor espía norteamericano de la Guerra Fría estaba a punto de ser
desenmascarado por uno de los miembros de su propio parlamento. La ironía le
hubiese hecho gracia de no ser por las posibles consecuencias: una vez saliese
su nombre a la luz, podía considerarse hombre muerto.
Hoover sabía que el asunto de Cointelpro se le había vuelto
en contra, pero no estuvo dispuesto a que la investigación sobre el escándalo
arruinase la Operación Solo. En un último intento de salvar la misión, el
agente del FBI que ejercía como enlace entre Hoover y Morris Childs, y que era
una de las únicas cuatro personas en el país que conocían la identidad del
agente CG 5824-S, solicitó hablar en privado con el congresista que había
pedido explicaciones. En una charla de tintes patrióticos, el agente le
describió en qué consistía la Operación Solo: una crucial tarea de espionaje en
el Kremlin que no tenía nada que ver con los desmanes de Cointelpro. Le dijo
que si el verdadero nombre del agente CG 5824-S y la propia operación salían a
la luz durante las sesiones de la comisión, los Estados Unidos perderían su
mejor fuente de información, sufriendo una tremenda derrota en el campo del
espionaje, y el infiltrado sería muy probablemente asesinado por agentes
soviéticos. Aquella conversación fue un último recurso a la desesperada para
salvaguardar la Operación Solo. En aquel mismo momento, todo el futuro del
hombre del FBI en el Kremlin dependía de la voluntad del congresista. Si
decidía no creer en lo que le contaban, o si insistía en que la información
debía ser hecha pública igualmente, aquello sería el final. Pero el político
quedó convencido y accedió a dejar la Operación Solo fuera de las
investigaciones. Una vez más, Morris Childs había vuelto a salvar el pellejo en
el último momento. Los peligros le llegaban desde ambos bandos: el enemigo, y
el suyo propio.
Estas situaciones extremas iban minando su resistencia y
además, aunque gozaba de buena salud, ya iba cumpliendo años y empezaba a estar
cansado de tanto peligro constante. Aunque la URSS le condecoró con las más
altas distinciones en 1975, Morris Childs quería abandonar el espionaje para
vivir sus últimos años con calma. Cuando en 1977 volvía de Rusia en aquel vuelo
que las autoridades obligaron a regresar, del que hablábamos al principio de
este artículo, ya estaba dispuesto a retirarse y pensaba que sería probablemente
su última misión. Y en cierto modo, ahora que el avión estaba de nuevo volando
hacia Moscú, todo parecía indicar que sí, que aquella iba a ser su última
misión, aunque por una causa bien distinta. Morris Childs y su esposa,
paralizados en sus asientos, sabían positivamente que nada más tomar tierra
estarían esperándoles varios agentes del KGB. Los minutos en los que el avión
fue descendiendo para volver al punto de partida eran como una agonía
interminable.
El avión tomó tierra. Sintiendo que estaban dando sus
últimos pasos hacia el abismo, Morris y Eva Childs descendieron por la
escalerilla. Tal y como habían supuesto, unos hombres les estaban esperando
junto a un vehículo. No tenían escapatoria.
Sin embargo, una vez más las cosas dieron un giro inesperado:
efectivamente, las autoridades habían ordenado el regreso del avión, pero según
decían los hombres del KGB que habían ido a recogerles, se debía a que acababa
de llegar a Rusia el actual líder del CPUSA, Gus Hall, y los mandamases del
Kremlin querían recibirle por todo lo alto con una reunión en la que también
estuviese presente el matrimonio Childs. Los dos americanos no habían esperado
oír aquella historia. Morris y su mujer estaban atónitos, aunque sabían que
aquello podría tratarse de una patraña, un simple anzuelo para conducirles
hasta una celda en algún oscuro sótano. El automóvil se puso en marcha y el
matrimonio estadounidense siguió sin tener muy claro lo que estaba ocurriendo,
si iban a ser conducidos a algún tétrico sótano donde serían torturados y
asesinados, o si la rocambolesca historia que les habían contado era cierta.
Sólo se sintieron seguros y a salvo cuando, efectivamente, se encontraron con
Gus Hall en Moscú. Las autoridades habían hecho regresar el avión para
organizar un acto de gala, aunque pareciese mentira. Una vez más, Morris Childs
sentía que se había salvado por los pelos cuando ya creía estar en una
situación insalvable.
Pero con este último mal trago sentía que definitivamente ya
había tenido suficiente. La sensación aterradora de estar prisionero en un
avión que de repente cambiaba el rumbo para volver al aeropuerto, y el haber
pensado que en tierra les esperaba una sesión de torturas y una muerte segura,
era la gota que colmaba el vaso. Childs anunció en el FBI que se retiraba:
abandonaba el espionaje y el matrimonio dejaría de viajar a la URSS. Ambos
cónyuges fueron puestos bajo el Programa de Protección de Testigos del FBI. Se
cambió sus nombres y sus identidades para que no pudiesen ser localizados. En
1980, el presidente Ronald Reagan condecoró a Morris Childs en una ceremonia
privada, cuyas fotografías sólo se hicieron públicas después de la muerte
natural de Childs, en 1991, y de su esposa, en 1995. De esa manera, el agente
CG 5824-S fue el único espía en recibir las más altas condecoraciones de ambos
bandos durante toda la Guerra Fría: todo un sorprendente logro. Tras varias
décadas de misión, los soviéticos nunca habían sospechado de él: cabe imaginar
la sorpresa de muchos antiguos miembros del Kremlin cuando, tras la muerte del
matrimonio Childs, todo el asunto salió a la luz.
Morris Childs nunca tuvo el renombre de otros espías
célebres del siglo XX, precisamente a causa del éxito en mantener el estricto
secreto sobre su misión y su identidad. Cuando, tras su muerte, el
importantísimo papel que había desempeñado fue hecho público, la Guerra Fría ya
había terminado. Además de que la información que existía sobre él era
relativamente escasa, la gente ya estaba centrada en otros asuntos
internacionales del momento… ya no había sitio en el imaginario popular para
héroes del viejo espionaje. El hombre que durante treinta años obtuvo secretos
de Moscú murió como un perfecto desconocido, con la misma discreción que le
había permitido moverse por los pasillos del Kremlin sin llamar la atención.
Quizá sea ese el mayor logro de un espía: que casi nadie haya oído hablar de
él, ni aun cuando su guerra particular ya ha terminado.
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